Hace tiempo que la NASA estadounidense consiguió que su sonda ‘Curiosity’ aterrizara en Marte. Y, aunque hay quien no se cree estos viajes cósmicos, yo sí, a pie juntillas, y me parecen fascinantes las imágenes que manda el artilugio y distribuye la tele. Pero igualmente, si los ‘yanquis’ hubiesen apuntado hacia mucho más cerca, hacia este lado del Atlántico, bien pudiera el vehículo espacial haber caído al suroeste de Lanzarote, una noche cualquiera. Entre los volcanes desolados, prácticamente irreales, del Parque Nacional de Timanfaya. Y una foto nocturna de este maremágum de lava seca y cenizas coloradas, negras y ocráceas pasaría perfectamente por marciana.
Los científicos alegarán que no es tan así, que el interés botánico de Timanfaya también es alto. Porque este secarral con cráteres, donde apenas llueve en todo el año, alberga un mínimo de 180 especies de plantas, que le han echado el valor de sobrevivir prácticamente de la nada. Muchas de ellas son apenas visibles, aunque aportan su color matizando el del conjunto: los líquenes, esa especie de mezcla entre alga y hongo, apenas ‘manchas’ a nuestros ojos. Otras son formato mata, y dan un toque de verdor y alegría que aquí destaca más que en otras partes. Pero manda la materia pura y dura: si estas especies vegetales tienen tanta importancia, es precisamente porque tres siglos después de las erupciones que crearon este mosaico todo sigue casi igual, y la vida se abre paso muy a duras penas. Milímetro a milímetro, ha conseguido llegar a estas exiguas dimensiones. De árboles, ni rastro. Queda mucho.
La máquina del tiempo.
Lanzarote es una isla volcánica, y climáticamente emparentada con el sequísimo Sahara Occidental, que está enfrente y a unos 140 kilómetros. Pero este sector insular se radicalizó aún más, y hace poco. Cambió de cara prácticamente anteayer, en términos humanos; y hace un pestañeo, en tiempos geológicos. El 1 de septiembre de 1730, de pronto, el subsuelo bramó y se levantó en montañas y lenguas de fuego. Lo escucharán todos los visitantes del parque en la narración entre informativa y apocalíptica que les acompañará en el autobús de Timanfaya. El texto es real, de época: lo dejó apuntado don Andrés Lorenzo Curbelo, que era el anonadado párroco de Yaiza, uno de los dos municipios donde se asienta el espacio protegido. El otro es Tinajo.
No fue cosa de un día, sino que siguió habiendo erupciones hasta 1736. En 1824 se vivió una réplica de pocos meses, la última hasta ahora. El balance general fue de una decena de pueblos y varias pedanías sepultados bajo la piedra incandescente y los materiales de diverso tamaño, del polvo a la roca, que fueron echando las grietas y los conos. Timanfaya o ‘Chimanfaya’ es, de hecho, el nombre de la aldea donde aquella noche empezó la traca, destruida para siempre. Aproximadamente una cuarta parte de la isla entera se convirtió en un inmenso campo de lava y volcanes surgidos de la nada. Lava que al secarse quedó con pinta de haber sido torturada e inmortalizada en plena tensión. Como debió de pasar en los años mozos del globo terráqueo.
Así que, como dice la web del Ministerio, “no es una tierra muerta, sino recién nacida”. Los mil millones de metros cúbicos de lava que cambiaron de arriba abajo este pedazo de mundo indican que fue una de las grandes erupciones de la historia de la humanidad. Así que, como se suele decir, Timanfaya es todo un laboratorio al aire libre de la génesis de la Tierra. Por eso no se puede tocar, por eso no se puede hacer casi nada en su núcleo central, salvo la excursión estipulada en el autobús. Pisar fuera de la carretera cualquier matojo significaría cargarnos décadas, o siglos, de callada batalla vegetal por recolonizar lo más inhóspito.
La Geria: la victoria del cerebro
Hace tiempo que los habitantes autóctonos de la isla tuvieron que emigrar de este entorno terriblemente hostil. Aun así, los lanzaroteños o ‘conejeros’ que viven en la vecina comarca de La Geria también sacan petróleo de las piedras, o mejor aún, ¡vino! Sin ser un paisaje tan desolado como el de Timanfaya, los efectos de tanta explosión también se notan ahí, solo algo mitigados. Son campos de gravilla negra, fragmentos de roca volcánica, llamados generalmente ‘lapilli’ y en Lanzarote ‘picón’. Y si no fuera por las excepcionales viñas, nos parecería otro lugar imposible de cultivar. Pero ahí están las viñas: la ingeniosa labor de los pobladores autóctonos es tan meritoria como la de los líquenes, y más espectacular.
Y repetido este método miles de veces, vid a vid y murete a murete, el resultado es un humanizado pero igualmente impactante paisaje. Parecido a la colección de hexágonos de un inmenso panal, pero con semicírculos y toque verde enmedio. ¿Los caldos?, riquísimos.
El infierno está próximo
Volviendo a Timanfaya o ‘Montañas de Fuego’, como también se la conoce, el acceso lo encontraremos en la carretera Yaiza-Tinajo, que surca un campo de malpaís de lava ya de por sí llamativo. El artista localCésar Manrique, muerto en accidente de tráfico en los 90, lo dio todo por integrar la obra humana en el paisaje lanzaroteño, y no sé si habrá alguien tan influyente en su propia tierra. Él también ideó el diablo de largo rabo y tridente horizontal sobre la cabeza que es el logotipo de Timanfaya. Uno bien grande, a mano izquierda de esa carretera, marca el desvío de la entrada. Pocos kilómetros antes, también a la izquierda, está el ‘Echadero de Camellos’, un parking de dromedarios prestos para dar una vuelta a los turistas por la colina más próxima. Por si alguien gusta.
En la entrada al parque, que es de pago, se abonan en torno a 8 euros y se cubren unos últimos kilómetros con el coche particular, hasta una colinilla con aparcamiento llamada ‘Islote de Hilario’. No, no está rodeado de agua salada; Timanfaya da al mar, pero es justo en el extremo opuesto. Aquí se llama islote a lo que técnicamente se conoce como kipuka, y se trata simplemente de terreno elevado que, por su orografía anterior a la erupción o lo que fuera, no quedó cubierto por la nueva lava. Así que ciertamente es una pequeña isla. Hilario era un eremita legendario que se habría trasladado a este lugar del que todos huían… para vivir tranquilo, con su camella.
Descubriremos así que la actividad volcánica que causó estragos en mil setecientos y pico no ha muerto, sino que duerme. Hasta que ella quiera. Y eso nos lo hará notar el personal del parque, entrenado para ejecutar la misma demostración ante todos los recién llegados, no por repetida menos impactante. Primero, el amable señor te da un puñado de gravilla del suelo: ¡quema! Después, con un utensilio muy parecido al tridente que blande el demonio de Manrique, coloca arbustos secos en el fondo de un pozo de metro y pico de profundidad: a los pocos instantes, entran en autocombustión. Y por fin, echa agua por un tubo, y Vulcano la devuelve en forma de sonoro y aplaudido géiser. Es que el subsuelo, a un palmo de la superficie, pasa de 100 ºC, y llega a 600 ºC por debajo de los diez metros…
El vehículo espacial
Terminado el ‘show’, toca pegarse la única excursión permitida por el centro de Timanfaya, para la que esta vez no hacen falta botas, pero no vienen mal los prismáticos. Es cierto que hay otras dos rutas en su entorno, en concreto la Tremesana, pequeñita y por uno de los bordes (que se realiza por grupos y con guía). Y la ruta del Litoral, que se puede hacer por libre y supone 9 kilómetros duros. Pero es el meollo lo que recorreremos en el autobús, en viaje de una hora e incluido en el precio de la entrada. Lentamente, el vehículo cargado de visitantes recorre una carretera circular de 14 kilómetros, y pensada para que se mimetice lo máximo posible con el paisaje. Obra de Manrique, ¿de quién iba a ser si no?
Es la ‘Ruta de los Volcanes’, la estrella de la visita. Metidos en canción con música grandiosa de Wagner y voz en off en varios idiomas -relatos del párroco Curbelo inclusive-, surcaremos la ‘Zona Cero’ de aquellas sorprendentemente recientes erupciones, deteniéndonos en las formas caprichosas de tubos y chimeneas que se encuentran en el recorrido (alguna colonizada por las palomas bravías, otras valientes). Termina trepando la ruta a la parte alta de las Montañas del Fuego, donde los más singulares cráteres adornan un paisaje infinito, ¿más lunar o más marciano? Y surcando un entorno tan espacial, tan diferente, bello y vacío, experimentaremos sentimientos trascendentes. Deslumbrados, comprenderemos que no entendemos nada, que somos poca cosa.
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